lunes, 23 de noviembre de 2009


Cuando veo mi ventana, recuerdo que por ella solían asomarse por fuera mis perras Gordor y Skeletor, que tenían prohibido entrar a mi casa. Cuando mi mamá hacía sus quehaceres en la cocina, aprovechábamos con mi hermana chica de abrir la ventana y ayudarlas a trepar la pared -tarea nada fácil- para hacerlas entrar clandestinamente a la casa. Aún recuerdo la angustia de una al quedarse sola afuera, cuando su hermana ya había logrado trepar el muro. Y pensar que tuvimos que sacrificarlas al contraer esa rara enfermedad, y que sus cuerpos están en el patio. No puedo sacarme de la cabeza el último recuerdo de Skeletor, que corría nerviosa - casi como sabiendo que se acercaba su muerte-, y alcancé a hacerle un último cariño antes del pinchazo que la tumbó rápidamente.

Pasaron a engrosar la lista de mascotas fallecidas en mi hogar, junto a la familia de gerbiles en el patio de adelante. Lo que me hace pensar que la Benita, nuestra primera gata que mi papá atropelló por accidente en un funesto día de lluvia, no está enterrada acá sino en una autopista. Ahora que lo pienso, ya más grande, no entiendo por qué mi papá decidió ir a enterrar el gato a más de 20 kilómetros de la casa y no en nuestro patio. ¿Habrá sido la culpa? ¿La creencia de que el fantasma del gato nos iba a penar?

Como sea, estamos claros que la Benita no va a entrar por mi ventana. Y que mis gatos burgueses prefieren darse cabezazos con la puerta de la cocina.

Quizás Rogelio, mi futuro gato rubio, la promesa de la Navidad.

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